Albert Einstein, el descubridor de las teorías especial y general de la relatividad, nació en Ulm, Alemania, en 1879, pero al año siguiente la familia se desplazó a Münich, donde su padre, Hermann, y su tío, Jakob, establecieron un pequeño y no demasiado próspero negocio de electricidad. Albert no fue un niño prodigio, pero las afirmaciones de que sacaba muy malas notas escolares parecen ser una exageración. En 1894, el negocio paterno quebró y la familia se trasladó a Milán. Sus padres decidieron que debería quedarse para terminar el curso escolar, pero Albert odiaba el autoritarismo de su escuela y, al cabo de pocos meses, la dejó para reunirse con su familia en Italia. Posteriormente completó su educación en Zurich, donde se graduó en la prestigiosa Escuela Politécnica Federal, conocida como ETH, en 1900.
Su talante discutidor y su aversión a la autoridad no le hicieron demasiado apreciado entre los profesores de la ETH y ninguno de ellos le ofreció un puesto de asistente, que era la ruta normal para empezar una carrera académica Dos años después, consiguió un puesto de trabajo en la oficina suiza de patentes en Berna. Fue mientras ocupaba este puesto que, en 1905, escribió tres artículos que le establecieron como uno de los principales científicos del mundo e inició dos revoluciones conceptuales —revoluciones que cambiaron nuestra comprensión del tiempo, del espacio, y de la propia realidad.
Hacia finales del siglo XIX, los científicos creían hallarse próximos a una descripción completa de la naturaleza. Imaginaban que el espacio estaba lleno de un medio continuo denominado el éter.
Los rayos de luz y las señales de radio eran ondas en este éter, tal como el sonido consiste en ondas de presión en el aire. Todo lo que faltaba para una teoría completa eran mediciones cuidadosas de las propiedades elásticas del éter. De hecho, avanzándose a tales mediciones, el laboratorio Jefferson de la Universidad de Harvard fue construido sin ningún clavo de hierro, para no interferir con las delicadas mediciones magnéticas Sin embargo, los diseñadores olvidaron que los ladrillos rojizos con que están construidos el laboratorio y la mayoría de los edificios de Harvard contienen grandes cantidades de hierro. El edificio todavía es utilizado en la actualidad, aunque en Harvard no están aún muy seguros de cuánto peso puede sostener el piso de una biblioteca sin clavos de hierro que lo sostengan.
Hacia finales del siglo, empezaron a aparecer discrepancias con la idea de un éter que lo llenara todo.
Se creía que la luz se propagaría por el éter con una velocidad fija, pero que si un observador viajaba por el éter en la misma dirección que la luz, la velocidad de ésta le parecería menor, y si viajaba en dirección opuesta a la de la luz, su velocidad le parecería mayor.
Sin embargo, una serie de experimentos no consiguió confirmar esta idea. Los experimentos más cuidadosos y precisos fueron los realizados por Albert Michelson y Edward Morley en la Case School of Applied Science, en Cleveland, Ohio, en 1887, en que compararon la velocidad de la luz de dos rayos mutuamente perpendiculares. Cuando la Tierra gira sobre su eje y alrededor del Sol, el aparato se desplaza por el éter con rapidez y dirección variables. Pero Michelson y Morley no observaron diferencias diarias ni anuales entre las velocidades de ambos rayos de luz. Era como si ésta viajara siempre con la misma velocidad con respecto al observador, fuera cual fuera la rapidez y la dirección en que éste se estuviera moviendo.
Basándose en el experimento de Michelson-Morley, el físico irlandés George FitzGerald y el físico holandés Hendrik Lorentz sugirieron que los cuerpos que se desplazan por el éter se contraerían y el ritmo de sus relojes disminuiría. Esta contracción y esta disminución del ritmo de los relojes sería tal que todos los observadores medirían la misma velocidad de la luz, independientemente de su movimiento respecto al éter. (FitzGerald y Lorentz todavía lo consideraban como una substancia real). Sin embargo, en un artículo publicado en junio de 1905, Einstein subrayó que si no podemos detectar si nos movemos o no en el espacio, la noción de un éter resulta redundante. En su lugar, formuló el postulado de que las leyes de la ciencia deberían parecer las mismas a todos los observadores que se movieran libremente. En particular, todos deberían medir la misma velocidad de la luz, independientemente de la velocidad con que se estuvieran moviendo. La velocidad de la luz es independiente del movimiento del observador y tiene el mismo valor en todas direcciones.
Ello exigió abandonar la idea de que hay una magnitud universal, llamada tiempo, que todos los relojes pueden medir En vez de ello, cada observador tendría su propio tiempo personal. Los tiempos de dos personas coincidirían si ambas estuvieran en reposo la una respecto a la otra, pero no si estuvieran desplazándose la una con relación a la otra.
Esto ha sido confirmado por numerosos experimentos, en uno de los cuales se hizo volar alrededor de la Tierra y en sentidos opuestos dos relojes muy precisos que, al regresar, indicaron tiempos ligerísimamente diferentes. Ello podría sugerir que si quisiéramos vivir más tiempo, deberíamos mantenernos volando hacia el este, de manera que la velocidad del avión se sumara a la de la rotación terrestre. Sin embargo, la pequeña fracción de segundo que ganaríamos así, la perderíamos de sobras por culpa de la alimentación servida en los aviones.
El postulado de Einstein de que las leyes de la naturaleza deberían tener el mismo aspecto para todos los observadores que se movieran libremente constituyó la base de la teoría de la relatividad, llamada así porque suponía que sólo importa el movimiento relativo. Su belleza y simplicidad cautivaron a muchos pensadores, pero también suscitó mucha oposición. Einstein había destronado dos de los absolutos de la ciencia del siglo XIX: el reposo absoluto, representado por el éter, y el tiempo absoluto o universal que todos los relojes deberían medir. A mucha gente, esta idea le resultó inquietante. Se preguntaban si implicaba que todo era relativo, que no había reglas morales absolutas. Esta desazón perduró a lo largo de las décadas de 1920 y 1930. Cuando Einstein fue galardonado con el premio Nobel de Física en 1921, la citación se refirió a trabajos importantes, pero comparativamente menores (respecto a otras de sus aportaciones), también desarrollados en 1905. No se hizo mención alguna a la relatividad, que era considerada demasiado controvertida. (Todavía recibo dos o tres cartas por semana contándome que Einstein estaba equivocado). No obstante, la teoría de la relatividad es completamente aceptada en la actualidad por la comunidad científica, y sus predicciones han sido verificadas en incontables aplicaciones.
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